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Sugie Lane Vasquez

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Mi madre.

Todas las mañanas, Sugie Lane Vasquez se levantaba y empezaba el día con un propósito. Se vestía, se maquillaba y se ataba los cordones de los zapatos, aunque rara vez tenía adónde ir. Era su forma de reclamar una parte de sí misma, un trozo de su identidad, en un mundo en el que, con demasiada frecuencia, era invisible. Sus mañanas estaban llenas de pequeños rituales de alegría, como poner “Who Dat” en la radio KOGT. Con un bolígrafo y un papel en la mano, escribía las respuestas incorrectas mientras hablaba por teléfono con su padre, su papaya. Juntos, armaban el rompecabezas, esperando ansiosamente llamar con la respuesta correcta para ganar una cinta de casete gratis. Era un juego sencillo, pero le aportaba risas, conexión y un breve escape de la realidad de su vida.

 

Las tortillas de Sugie eran legendarias. Calientitas y perfectamente hechas, reunían a familiares, amigos y niños del vecindario que no podían resistirse a comérselas directamente del horno. Ella se reía y las espantaba con delicadeza, pero ellas volvían momentos después. Cuando su hija llevaba esas tortillas a clase para un proyecto, eran más que comida: eran un símbolo del amor y el cuidado de Sugie, únicas e irremplazables.

 

El amor de Sugie se extendía más allá de su familia y llegaba hasta los animales. Tenía un espíritu tierno y protector, alimentaba a los gatos callejeros en largas filas para que no pelearan y se convertía en la persona a la que recurrían para salvar a los animales enfermos o heridos. Sus manos tiernas y su corazón compasivo eran un salvavidas para las criaturas necesitadas.

 

Ella creó magia en las vidas de sus hijos, incluso dentro de los confines de la suya. Los viernes por la noche eran para tomar helado napolitano (cada miembro de la familia tomaba su sabor favorito) y acurrucarse en un palé en la sala de estar para dormirse viendo programas de televisión. El Día de los Inocentes era su momento de brillar, inventando chistes tan intrincados y divertidos que la hacían reír a carcajadas, y su risa llenaba la casa como la luz del sol abriéndose paso entre las nubes.

 

Pero la luz de Sugie se vio a menudo eclipsada por el control y el abuso de su marido, Rogelio. No le permitían conducir, decir lo que pensaba o incluso comprar cosas para sí misma. Todo lo que poseía era de segunda mano, y sus logros, su cumpleaños y su misma presencia eran ignorados o desestimados. Sin embargo, ella aguantó y encontró paz en la cocina, la limpieza y el cuidado de sus hijos. Su amor por ellos era inquebrantable e hizo todo lo posible para protegerlos de la oscuridad que se cernía sobre su hogar.

 

La alegría de Sugie era palpable cuando Rogelio no estaba cerca. Su personalidad vibrante y alegre brillaba mientras bailaba y cantaba, subiendo el volumen de la música y dejando volar su espíritu. Esos eran los momentos en los que se sentía libre, cuando sus hijos la veían como realmente era: fuerte, hermosa y llena de vida.

 

Pero el hombre que debería haberla protegido, que debería haberla celebrado, apagó su luz. El control y la violencia de Rogelio mantuvieron a Sugie prisionera en su propia casa y, finalmente, sus manos le robaron la vida. Huyó, dejando a su familia rota y a sus hijos con el peso de su ausencia.

 

Sugie Lane Vasquez fue mucho más que una víctima. Fue una madre devota, una hija amorosa y un espíritu generoso que derramaba su amor en cada momento, sin importar lo pequeño que fuera. Su luz, aunque atenuada por la crueldad, sigue brillando en los recuerdos de quienes la amaron.

 

La historia de Sugie no es solo una tragedia: es un testimonio de su resiliencia, su alegría y su amor inquebrantable. No escapó de este mundo, pero ahora es libre y vuela alto en los cielos, donde su luz nunca más podrá apagarse. La extrañamos mucho, pero su espíritu sigue vivo en cada recuerdo, cada risa y cada tortilla hecha con amor.

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